jueves, 14 de abril de 2011

Antropología en San Pablo

Sic et scriptum est: “Factus est primus homo Adam in animam viventem”; novissimus Adam in Spiritum vivificantem1Cor 15,45

Breve tratado sobre la doctrina antropológica de san Pablo, presente en su colección epistolar

I. Introducción: Antropología en San Pablo.
“Ecce homo,” “He aquí al hombre” (Jn 19,5) con estas palabras presentaba Poncio Pilatos a Jesús. Cristo es el Hijo de Dios que se hizo Hijo del hombre, para restituir en él la imagen de Dios dañada por el pecado. Cristo revela lo que es el hombre al hombre mismo, san Pablo tiene clara esta verdad, por eso, al conocer las profundidades del Corazón de Cristo, es también conocedor del misterio del hombre. En sus cartas se deje entrever la riqueza de su doctrina y en ella aquella visión sobre quién es el hombre. El siguiente trabajo tiene por fin determinar cuál es la visión antropológica en las cartas canónicas de san Pablo, presentando no sólo la visión que tiene sobre los estados propios de la naturaleza humana (en función del pecado original y la Redención), sino que también sobre su constitución esencial metafísica (ser y esencia) y su finalidad propia (vida moral).
En su mayoría, la exegética moderna, ha intentado explicar las Escrituras desde una visión que abandona la enseñanza e interpretación tradicional y que deja de lado la doctrina de los Santos Padres y de santo Tomás de Aquino, adoptando visiones que intentan acoger los últimos progresos arqueológicos, pero que resultan ser insatisfactorias teológicamente y se acercan en mucho a explicaciones provenientes del protestantismo. La herejía modernista intenta ver en la Escritura, y principalmente en san Pablo, el fundamento de una visión antropológica puramente subjetiva (centrando el constitutivo metafísico de la persona en la autoconciencia o en la apertura a la trascendencia), y que deja de lado el actus essendi (acto de ser) como fundamento de la persona. Otros, también buscan fundamentar con san Pablo, una moral laxa, amparándose en su exposición entre el antagonismo ley-gracia y entre carne-espíritu, poniendo a la moral paulina como liberadora de la moral legalista tradicional. Tales interpretaciones deforman la doctrina paulina, hasta el punto de ir en contra de su pensamiento. Los Padres de Oriente y Occidente, así como el Magisterio, desde siempre han mostrado a san Pablo como un maestro de la verdad católica y doctor de la fe. No podríamos en un breve estudio desenmascarar cada uno de los errores de la exégesis moderna en torno a san Pablo, pero intentaremos en este estudio abordar la doctrina del Apóstol de las Gentes en su visión antropológica, para que pueda servir de apoyo seguro para la lectura espiritual e interpretación de los textos paulinos sobre la persona y que sirva como punto de partida para estudios futuros sobre el santo apóstol, más completos que lo que permiten estas breves páginas.
El tratado que se pretende presenta un problema inicial: ¿existen textos en que san Pablo establezca una doctrina antropológica explícita e intencionadamente tal? La respuesta es no. San Pablo no pretende hacer tratados de antropología, moral o metafísica, ni siquiera de teología moral o dogmática; el apóstol de las gentes es ante todo eso: un apóstol (Rm 1,1), un enviado por Jesucristo, para predicar el evangelio de Jesucristo; la finalidad de sus cartas es siempre pastoral, ya sea enseñe, amoneste, exhorte, forme, formule una opinión, etcétera, siempre busca formar en aquella comunidad el Cuerpo de Cristo (cfr 1Cor 12,13). Por tanto la sana doctrina (1Tm 1,10) que predica el apóstol es la vida en Cristo que pretende hacer vivir a los creyentes.
Pero a partir de estas exhortaciones, cuyo primer fin es pastoral, san Pablo deja entrever una profunda doctrina en todo orden, en donde alimenta a sus hijos con alimento sólido, les va penetrando cada vez más en los misterios divinos más altos: la vida íntima del Dios Uno y Trino, que se comunica a los hombres y los salva en la Palabra Encarnada.
A Partir de esto se puede acceder a un conocimiento antropológico en san Pablo, y podemos hacerlo por una doble vía:
- Cristo es Dios hecho hombre y revela al mismo hombre lo que es el hombre mismo, pues Cristo es verdadero hombre, y su humanidad es una humanidad salvadora, la humanidad de una Persona Divina, que merece ser conocida. Cuando Dios se comunica con el hombre por medio de la Palabra de Vida, que es Cristo, no sólo se revela a sí mismo, sino que, por ser la humanidad de Cristo el instrumento de esa revelación, nos revela también lo que es y debe ser el hombre, en el plan de Dios.
- Cristo es el Salvador de los hombres. Pero a partir de esta afirmación surgen varias preguntas, las que, en su respuesta, llevan implícitos varios tratados teológicos profundos: Si Cristo es Salvador del hombre, surgen las preguntas ¿Por qué es necesaria una salvación? (Naturaleza humana y pecado original) ¿De qué nos salva Cristo? (Condición de la humanidad caída), ¿Cómo nos salva Cristo? (La justificación y la gracia) ¿Cómo es el hombre una vez salvado? (Condición del hombre redimido y escatología); Las respuestas ofrecidas por Pablo a los creyentes a los que busca educar en Cristo, pueden darnos ciertas luces sobre qué es lo que es el hombre y sus diversos estados en el transcurso de la historia salvífica.
Es así como se accede, indirectamente, al estudio antropológico en las epístolas paulinas. Las luces que entrega el apóstol en sus cartas a las diversas comunidades a las que escribe o a alguno de sus discípulos, son una fuente preciosa para estudiar su visión acerca del hombre. A este estudio nos adentraremos en las páginas siguientes.


II. La Naturaleza Humana y sus Estados.

a. Estados de la Naturaleza Humana.
San Pablo al hablar sobre la naturaleza humana, no lo hace, como dijimos en la introducción, desde la perspectiva de un estudio sistemático. De ahí que, cuando se refiera a ella y analice sus alcances, lo haga en perspectiva principalmente histórica, refiriéndose a su condición propia en cada situación particular en la historia salutis.
Existen dos acontecimientos que son gravitantes en el estado de la naturaleza humana, ambos relacionados con lo obrado por dos hombres llamados a ser cabeza del género humano. El primero, al principio de la creación, con Adán, padre común de todos los hombres, dotado por Dios de singulares gracias y dones, pero que no supo ser fiel a esas dádivas divinas, y por su desobediencia hizo entrar el pecado en la naturaleza humana, condenando a sus descendientes a nacer en esa naturaleza caída, una raza que se alejó de la amistad con Dios por el pecado. El segundo suceso es la Salvación del hombre obrada por Dios, con Cristo (segundo Adán), que, Dios hecho hombre, es la Cabeza de la nueva humanidad nacida a partir de su obra redentora; Él, por su obediencia, mereció la salvación de los hombres de su anterior vida de pecado, por pura gracia, y les deparó una dignidad y herencia mayores a las que pudo tener el primer Adán, aún antes del pecado.
Así, a partir de los dos adanes, podemos situar la naturaleza humana en tres estados diversos: el primero de justicia original, es el hombre dotado por Dios de gracias y dones que van más allá de su propia naturaleza (estado de la humanidad antes del pecado original); el segundo estado es el de la humanidad caída, es el hombre heredero de Adán, cuya naturaleza se ve en cierta forma sometida al pecado (estado de la humanidad después del pecado original y antes de la Redención en Cristo); el tercero es el de la naturaleza redimida, que es el estado de los humanos salvados por Cristo, hechos hijos de Dios por gracia, partícipes de la vida divina, herederos del cielo y templos del Espíritu que habita en nosotros (estado de la humanidad después de la Redención en Cristo). Este último estado a su vez se puede subdividir en dos etapas: la primera, nuestra vida en este mundo, como peregrinos, antes de la plenitud escatológica, en donde ya se participa de los bienes futuros; y, la segunda, la etapa sin fin de la plenitud escatológica, que el alma del cristiano recibe después de morir y todo su ser (cuerpo y alma) después de la parusía. Aunque san Pablo hace hermosas reflexiones sobre lo que ocurrirá en la plenitud de nuestra Salvación en el Cielo, nos recuerda que ya poseemos en arras al Espíritu (las primicias del Espíritu, Rm 8,23), lo que nos hace ver que las realidades celestes están ya en cierta forma presentes, y lo que constituye una fuente de alegría espiritual constante para el cristiano aún en medio de las mayores tribulaciones de este mundo.
San Pablo hace girar toda su teoría de la salvación en torno a los dos adanes y las dos humanidades surgidas a partir de ellos. Por lo mismo, para entender al hombre según san Pablo, hay que acudir a su pensamiento de ambos estados históricos y sus principales características y diferencias.
En los siguientes puntos nos centraremos en estudiar a ambos estados de la naturaleza humana (el caído por el pecado y el redimido), para luego de ello (en el capítulo siguiente) poder entrar en consideraciones más metafísicas sobre la esencia del hombre, a las que, en san Pablo, sólo se puede llegar después de analizar cada uno de los estados históricos, pues es a la realidad concreta, la vivida por los discípulos, a la que san Pablo quiere llegar para presentar el misterio de Cristo; san Pablo no busca convertir a la humanidad, entendida como un abstracto anónimo e indefinido, si no que busca a cada hombre, en concreto, con sus propias experiencias de vida, su interioridad, sus reflexiones espirituales, sus luchas contra el pecado, sus pobrezas y abundancias, sus penas y alegrías, en fin todo el hombre, para llenar todo eso de Cristo, en quien se encuentra la vida plena, o, como el mismo Cristo lo había dicho, vida en abundancia.

b. Naturaleza caída.
Con Adán y Eva se abre la historia de la humanidad, una historia que estaba llamada a ser comunión amistosa de los hombres y Dios. Dios mismo entrega al hombre una serie de dones gratuitos que van más allá de su puro ser natural, pero el hombre renunció a esta amistad, y por ello también a esos dones añadidos, por desobedecer al plan de su Creador y pretender autodeterminarse en contra de este mismo plan.
¿Cómo hubiera sido la humanidad original sin esos dones añadidos?, ¿Qué hubiera sido de la humanidad sin la triste experiencia del pecado? San Pablo no hace elucubraciones teóricas ni fantásticas inútiles sobre una posible humanidad que no existió ni lo podrá hacer, él sólo se hace cargo de la realidad vivida y ve en ella la belleza del plan divino, la mano providente de Dios, que va guiando cada acontecimiento al mayor bien del hombre. Dios al crear al hombre, permite su caída, no porque le falte la capacidad para evitarla, sino porque quiere demostrar su mayor poder: el amor de misericordia, que no sólo se derrama a quien es justo, sino también al pecador, en un don que excede todo don (Cfr Rm 5, 6-8). Por eso el hombre, por propia culpa, se vio inmerso en esta realidad del pecado, que daña su naturaleza, introduciendo una herida, que le hace vivir una vida en donde la realidad del pecado será una lucha diaria. “Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rm 5,12) El pecado, y con él su salario que es la muerte (Rm 6,23), pasa a ser una realidad universal en esta humanidad nacida de Adán.
¿Cómo es este hombre heredero de Adán? El hombre sufre, por el pecado, esta herida en la naturaleza, que le provoca una tendencia al mal, sus pasiones se desordenan y a veces se revelan en contra de la misma voluntad, aún cuando ésta pueda querer hacer el bien. El pecado es la triste experiencia del hombre, que parece condenarlo sin remedio. Pero Dios no abandonó al hombre, sino que lo fue llevando poco a poco hasta su plan de salvación.
Dios se revela al hombre, como el Dios Único, y revela su ley moral natural, a los judíos en primer lugar, por la Revelación sobrenatural, que es anunció, cada vez más explícito, de la Salvación mesiánica; y a los gentiles también, por la revelación natural, Dios que nos habla en la creación, en la que el hombre puede alcanzarlo por su inteligencia.
Entonces aquí se aprecia un doble bien: la capacidad del hombre de ser sanado, no por sus propias fuerzas sino por la fuerza de Dios; pero posibilidad real al fin, de lo que se desprende que la humanidad caída es una naturaleza enferma por el pecado, pero no muerta. ¿Cómo sabemos que el hombre no puede sanarse por sus propias fuerzas? San Pablo responde que la triste experiencia del pecado lo comprueba, “judíos y griegos (mundo gentil) están bajo el pecado, como dice la Escritura: No hay quien sea justo ni uno sólo” (Rm 3,10); pues los judíos por no cumplir la Ley que les fue dada y los gentiles por no cumplir la ley natural y no descubrir al Dios invisible que se manifiesta en lo visible de la creación (Cfr Rm 1,20) están bajo la cólera de Dios.
Pero esta triste experiencia es parte del plan de Dios, pues ha permitido la dureza del corazón del hombre para manifestarle así al hombre su condición de dependiente del don divino. En efecto, el hombre caído no estaba muerto, sólo enfermo, pues podía conocer la ley divina (ya sea en la creación, por su inteligencia, o en la Ley, por la revelación), pero por su misma enfermedad no tenía la fuerza para cumplirla. ¿A qué viene conocer una ley que no se puede cumplir? Dios da la ley a un hombre que no puede cumplirla para que, al ver su impotencia, implore al Autor Divino de esa ley la gracia necesaria para cumplirla. Este hombre capaz de algún bien, no es capaz de un bien total, ordenado y completo, sino que flaquea en su intento, pero aún en él pervive ese deseo de algo superior, pues es a eso a lo que está llamado. Tal es el hombre heredero de Adán, enfermo por el pecado, condenado a la muerte (salario del pecado, cfr Rm 6,23), pero al que Dios, lejos de abandonarlo, llama a la Salvación.
Por eso en san Pablo no tiene cabida ni la posición protestante, en donde el hombre heredero de Adán está completamente corrompido por el pecado, incapaz de salvación intrínseca; ni la de Pelagio, en donde el hombre adámico es un ser totalmente capaz del bien, aún cuando éste pueda ser difícil de lograr. San Pablo nos sitúa con la verdad católica en el medio de estas dos herejías y defiende su argumentación no sólo con la Escritura, sino que con la experiencia cotidiana de cada hombre y de la humanidad en general.
Este hombre enfermo que no puede salvarse por sí mismo, sí puede ser salvado por Dios, entrando así en una nueva etapa de la humanidad.

c. Naturaleza redimida.
“Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor” (Ef 5,8). La regeneración del bautismo ha producido en el cristiano una nueva condición que tiene en sí un doble efecto: Sana la naturaleza de la enfermedad del pecado y eleva al alma a la unión con Dios. En ambos efectos se llega a una condición superior a la de los primeros padres, y esta superioridad es mayor aún por cuanto llegará a su plenitud en el cielo.
Veamos el primero de estos efectos: sana la naturaleza enferma. San Pablo no habla de una curación de la naturaleza enferma, pues la nueva vida en Cristo no sólo es curar sino que es reemplazar lo enfermo por lo nuevo, es una regeneración, es nacer de nuevo, dejar la vida de pecado por vida de justicia, por eso el nombre propio de esta regeneración es el de justificación, es hombre es hecho justo ante Dios.
Lutero planteó la herejía de la justificación extrínseca, haciéndola ver sólo como un decreto divino que no producía un cambio ontológico en el ser humano. Tal concepción no tiene cabida en la teología de san Pablo. Los protestantes se valen de expresiones que aparecen en San Pablo sobre que Dios cubre nuestros pecados y nos reviste de justicia, pero estas expresiones hay que entenderlas en el sentido que quiere darles san Pablo. Para el apóstol de las gentes, como para el resto de los apóstoles, la justificación obrada en el Bautismo es un nuevo nacimiento, regeneración, el hombre es una nueva criatura, siendo el revestimiento de Cristo una participación más plena y perfecta en su vida divina, por la participación de él en nuestra humanidad. San Pablo va más allá, la regeneración del bautismo no sólo es un nuevo nacer, es también una nueva creación, pues la creación entera se ve favorecida de ella y renovada por la Redención universal de Cristo (Cfr Rm 8, 20-22). Es significativo que san Pablo cuando describe la nueva situación de los creyentes use una palabra que nos hace remontarnos al génesis; cuando dice “en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor” (Ef 5,8), hace pensar en el relato de la Creación en el libro del Génesis (1,3) que habla de que en esas tinieblas iniciales del no-ser Dios dijo hágase la luz (y la luz se hizo)
El hombre redimido lo ha sido en su mismo ser. Pero esta renovación se da en dos etapas, la primera es en este mundo y la segunda es la plenitud de esta vida en el cielo. La vida del cristiano en este mundo todavía siente en parte los efectos de la caída original, una ley oculta que convierte la vida del cristiano en lucha, pero una lucha en la que Dios da las armas del triunfo y el triunfo final; el cristiano redimido no ha sido sacado del mundo por lo que debe combatir aún contra el mal, que incluso puede venir desde su misma carne, la clave de este combate es la mortificación (cfr Col 3,5 “mortificad vuestros miembros,” del griego mortificar, hacer morir), pues el cristiano, por la Cruz del Señor, está crucificado para el mundo y el mundo crucificado para él, muertos al mundo “si vivimos para el Señor vivimos (Rm 14,8)
Ahí viene el segundo efecto de la regeneración en Cristo: elevar el alma a la unión con Dios. Esto puede aparecer como consecuencia del primer efecto, pero es la finalidad de este. El fin de la Encarnación y la justificación es la unión de los hombres y Dios, por el amor (cfr Ef 1,4).
San Pablo sabe que el cristiano es incorporado a las relaciones intradivinas de las personas de la Trinidad, debido a su especial configuración con Cristo, pues la Iglesia es “el cuerpo suyo, la plenitud (pleroma) del que recibe ella su complemento (pleromenu) total y universal” (Ef 1,23). La deificación, de la que hablaron los Santos Padres, es para san Pablo una participación del cristiano en la vida divina, pero no sólo participación de la naturaleza divina (divinæ consortes naturæ, 2Ped 1,4), si no de la vida divina (cfr Gal 6,20), y esta vida es la unión del amor de las Tres Divinas Personas. Por eso las relaciones del cristiano con Dios ya no son las de una simple criatura, son de amistad, y la amistad es personal: esto es el camino de solución a un problema teológico el de la inhabitación trinitaria.
Sabemos, y es verdad de fe, que todas las obras ad extra de Dios son comunes a las Tres Divinas Personas, esto porque el principio operativo (la naturaleza divina) es común a los Tres; pero ¿Qué pasa con la inhabitación trinitaria? Los textos de la unión del cristiano con alguna de las divinas personas son demasiado claros para suponer que se refieren a apropiaciones de algo que es propio de una unión de naturaleza, el cristiano no tiene relaciones de amistad con la naturaleza divina, sino con cada persona divina, ¿cómo puede ser esto? Porque la inhabitación no es una obra ad extra de Dios, sino que puede ser llamada ad intra ¿cómo? Porque las relaciones de Dios con el cristiano son por el amor y el amor es siempre una comunicación personal, no de naturaleza, sino de la persona en cuanto tal, por eso se puede dar esa comunicación personal con Dios sin romper el dogma sobre las obras ad extra, pues el amor de Dios es lo propio de Dios (Dios es amor, las relaciones del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo constituyen un solo Dios por la unión amorosa), y el cristiano es sumergido en esa comunión de amor. Tal es la deificación en san Pablo, no tanto una participación en la naturaleza, sino una participación en la vida intradivina de la comunión personal trinitaria del amor. Por eso cada Persona Divina se halla “inhabitando” en el cristiano al modo propio de su ser intradivino; esto también explica las misiones divinas (el Padre envía al Hijo; el Padre y el Hijo envían al Espíritu), que tampoco rompen la Trinidad, sino que la comunican a la criatura racional (única ontológicamente capaz de la comunión de amor) por pura gracia.
Por eso, aún cuando la plenitud de lo que seremos sólo se verá en el Cielo, para san Pablo ya existe una vida escatológica, pues la Redención no sólo habla de bienes futuros, sino de la vida de unión del cristiano, sanado del pecado (justificado por gracia), llamado a la comunión de amor con las Personas divinas (cfr 2Cor 13,13). Tal es la suerte del hombre redimido, salvado por el amor divino de la naturaleza caída, pero elevado a dimensiones más altas que las de Adán (cfr Rm 5,17).



III. La Naturaleza Humana de Jesucristo.

a. La Humanidad de Cristo
Otro punto esencial para entender la visión que tiene san Pablo sobre el hombre es captar lo que afirma sobre Jesucristo, quien si bien es el “gran Dios” (Tt 2,13), es también uno de nosotros, “nacido de mujer” (Gal 4,4). San Pablo afirma con toda claridad la divinidad de Cristo, pero a la vez confiesa su humanidad verdadera, dos naturalezas completas y una sola persona, como enseñaría el Concilio de Calcedonia en el siglo V.
Todo parece indicar que san Pablo no conoció a Jesús durante la vida mortal de éste. Puede, sin embargo haber oído hablar de Jesús y de sus milagros, pero no parece haber tenido nunca un encuentro personal con él o con alguno de los doce apóstoles. Antes de la experiencia de Damasco, Jesús es alguien ajeno a Pablo, un enemigo de las tradiciones de Israel, a quien debe combatir por amor a Dios y a su religión. Dios es el principal motor de Pablo, por amor a él persigue encarnizadamente a los que él equivocadamente considera enemigos del Dios de Israel, y luego, por amor al Dios vivo y verdadero, predicará el Evangelio a los gentiles y dará su vida como testimonio en Roma.
Pero esta fe religiosa no es algo abstracto en san Pablo, es una convicción personal y totalmente asumida. Aún cuando dijimos que no conoció a Cristo antes de su conversión, hay que decir que esta misma conversión tiene que ver con una experiencia personal de encuentro con Cristo. San Pablo no predica una idea, por convincente que parezca, él predica a una persona, predica a Cristo y a éste crucificado; con verdad afirma que él ha visto a Jesús (1Cor 9,1; 15,8), fue a Cristo a quien encontró en el camino (Gal 1,12) y fue a Cristo a quien Pablo perseguía (Hch 9, 1-18). No fue una experiencia religiosa puramente subjetiva, como una visión o un éxtasis psicológico, si no que se encontró con Cristo Resucitado. La experiencia debió tal vez ser traumática, pero el perdón divino dispensado por el Señor a Pablo, por pura gracia, dejó en su alma una huella que es más impresionante que la manifestación camino a Damasco.
San Pablo “conoce” a Jesús, y por eso el Evangelio no es para él sólo una buena y convincente doctrina, si no que es vida. Pablo es amigo de Cristo, Cristo llena su vida, Cristo es la vida de Pablo (cfr Gal 2,20), y si Pablo es hijo de Dios lo es por participar de la vida del Hijo Eterno del Padre (Gal 4,5)
San Pablo hace muchas alusiones a la vida divina de Cristo, su preexistencia eterna, pero su mayor hincapié es siempre en la humanidad del Salvador, la cual pasa por dos estados: la vida mortal y la vida gloriosa. Estas dos existencias humanas de Cristo marcan la Redención universal.
La primera es la humillación de Dios, quien teniendo la grandeza de ser tal, no tuvo a mal hacerse uno de nosotros. Cristo es verdadero hombre, que asumió en todo la humanidad (menos en el pecado), sin ostentar su categoría divina, incluso sometiéndose a la obediencia y a la muerte. Esta es la existencia de Cristo que teniendo la forma de Dios (morfé theú) asumió la forma de esclavo (morfé dulú) por nosotros (Ef 2, 5-7)
La segunda existencia humana es el premio a la primera. Su obra redentora realizada en esa humanidad muerta en muerte de Cruz (Ef 5,8), ha hecho que Dios lo levante, en cuanto hombre, sobre todas las cosas, con el Nombre sobre todo nombre, constituyéndolo Señor (Kyrios) ante el cual se debe doblar toda rodilla en el cielo y en la tierra (Ef 5, 9-11).
Es importante decir que la humanidad de Cristo es siempre total y verdadera, aún en su estado de glorificación, Cristo sentado a la diestra de Dios Padre y constituido Kyrios, sigue siendo plenamente humano. Por eso san Pablo ve en la humanidad del Salvador un modelo para imitar (Cfr. Ef 5,5; etc.)

b. La humanidad en Cristo.
Cristo, al asumir la naturaleza humana, se convierte en cabeza de la humanidad. Así, como Adán lo era por ser el primero de la especie, Cristo lo es porque su humanidad es la humanidad de Dios y porque él es el primero en esta nueva existencia humana según Dios y el primero en el orden escatológico, “es el primero en todo” (Col 1,18), por lo que se convierte en el nuevo Adán (Cfr Rm 5,14).
Esto le da a Cristo un lugar preponderante en el nuevo orden universal instaurado por Él mismo. El nuevo orden es un reino, del cual Cristo, Hijo muy querido del Padre, es el Rey (cfr Col 1,13). Este Reino no es solamente el Reino de lo Cielos del que se habla en los sinópticos, ni siquiera cuando se habla de éste ya presente en la tierra, sino que es un nuevo orden universal, en el que, por la Redención y la gracia del mundo sobrenatural, se ve beneficiado incluso el orden natural; Cristo es “primogénito de toda la creación,” (Col 1,15) el primer nacido de este nuevo orden en donde lo divino llena el mundo y lo ordena a lo sobrenatural, un adelanto, casi sacramental, de “los cielos nuevos y la tierra nueva” (Ap 21,1). Esta restauración universal alcanza a toda la creación, y, por tanto, de forma especial al hombre, quien es la principal criatura del mundo visible. Por esto la humanidad de Cristo produce una renovación de la humanidad en Cristo y por Cristo.
“Lo viejo pasó: mirad se ha hecho nuevo” (2Cor 5,17); en este nuevo orden el Padre ha querido poner a Cristo por Cabeza de todo (cfr Ef 1,10), pero en el caso del hombre Cristo no sólo es Cabeza (tema tan querido para san Pablo) sino que también es el constituyente vital. Cristo no sólo es la Cabeza como líder de la humanidad, sino que (según las visiones antiguas del mundo griego sobre la cabeza) es quien comunica la vida al cuerpo, pero san Pablo da un paso más allá y dice que Cristo no sólo comunica la vida, sino que él es la misma vida del creyente, pues el Padre nos vivifica con la vida de Cristo (cfr Ef 2,5); pero no en un orden puramente natural, pues esto se realiza en el nuevo orden universal instaurado en Cristo; si esto es una nueva creación, entonces san Pablo afirma sin problemas que “de él somos hechura, creados en Cristo Jesús” (Ef 2,10) pues “si uno está en Cristo es una nueva creación” (2Cor 5,17).



IV. La Naturaleza Humana y su Constitución Ontológica.

a. Constitución esencial del hombre.
Esta sección del presente trabajo pretende encontrar los rasgos más filosóficos y abstractos sobre la naturaleza humana, en el pensamiento paulino.
San Pablo, aunque sin explicitarlo (y tal vez sin proponérselo), mantiene el esquema aristotélico sobre la naturaleza humana, con el esquema básico hilemórfico, en donde el alma es la forma y el cuerpo la materia. El hombre es la unión substancial de cuerpo y alma, en la que estos dos elementos son diferentes entre sí, a veces incluso parecen opuestos, pero no se contradicen, sino que se complementan en la unidad del ser humano. Primero veremos la constitución dual del hombre (cuerpo – alma) y después veremos como en algunos pasajes esta constitución del hombre parece ser triple, y también en que se diferencia de la visión aristotélica.
San Pablo ve en la constitución cuerpo y alma (a veces expresada, por un fin teológico, como carne y espíritu) un excelente recurso didáctico para contraponer la naturaleza caída y la vida nueva en Cristo, lo mundano y lo espiritual. Es a través de este tipo de aseveraciones en que uno va descubriendo la antropología metafísica de san Pablo, quien ve esta dualidad, que por el pecado original, entra en conflicto en el hombre, haciendo que las potencias inferiores (las de la carne) se subleven a las superiores (las del espíritu); pero el hombre redimido en Cristo está llamado a vivir según el espíritu. Por eso enseña que la Redención alcanza al cuerpo, no sólo al alma: “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espíritu, que habita en vosotros” (Rm 8,11) Esta vida según el espíritu hace que el hombre sea hijo de Dios, y si se es hijo también heredero (cfr Rm 8, 14-17).
La unión de cuerpo y alma, como unidad substancial de dos elementos diversos, no sólo le da a san Pablo la posibilidad de hacer una doctrina del espíritu y la carne como tendencias morales opuestas (incluso como modos existenciales diversos), sino que ilustra su doctrina en otros ámbitos. El matrimonio y el celibato, como formas de vida a la cual Dios llama a los cristianos, son realizaciones del plan divino en el cuerpo y el alma del hombre, que se consagran a Dios y a la Iglesia (directa y totalmente en el celibato, e indirecta y mediada por el cónyuge en el matrimonio) en su unidad substancial, pero cada uno desde su propia identidad (cfr 1Cor 7). Otro tema donde se ve la unidad cuerpo y alma y su diversidad natural, es la escatología, pues la gloria final de los cristianos la reciben en sus cuerpos y almas, en todo su ser; el espíritu es glorificado (ya inmediatamente en la escatología intermedia, cfr Flp 1,23) al conocer a Dios y gozarse de él, pero san Pablo no menciona transformación en él; mientras que la carne en la resurrección no sólo volverá a su lugar, sino que será transformada, pues ella, formada según el primer Adán ser transformada según el nuevo Adán, para ser incorruptible (cfr 1Cor 15, 35-49).
Sobre el modo de la unión del alma y el cuerpo, san Pablo no parece dar una explicación precisa ni técnica, pero podemos inferir a partir de sus escritos y de las consideraciones recién expuestas que se inclinaba a pensar en una unión virtual y no física de ambos compuestos esenciales del ser humano. Los judíos pensaban que el alma residía en la sangre de los vivientes (cfr Lv 17,11) por lo que se sigue una unión física del cuerpo y el alma, pero san Pablo parece no aceptar esto más que como una metáfora, que aunque con cierta importancia, no dejaba de ser sólo una metáfora. Pero si pensamos que san Pablo pensaba en una unión virtual, es decir, que el alma se une al cuerpo como la forma a la materia, relacionándose entre sí como el acto y la potencia (respectivamente), lo podemos basar en la idea antes dicha sobre la composición cuerpo–alma en san Pablo, en donde el santo parece sostener una idea cercana a Aristóteles, y que el santo resalta la supremacía del alma (2 Cor 4,16; 5,8) pero subrayando la realidad del cuerpo como parte integrante de la naturaleza (1Cor 6,19; Rm 12,1).
Pero hay textos en que la constitución de la naturaleza humana pareciera ser triple. A los tesalonicenses san Pablo les decía que oraba para que Dios los santifique íntegros, en todo su espíritu, alma y cuerpo, para la venida del Señor (cfr 1Ts 5,23). ¿Esto contradice lo anteriormente dicho? Ciertamente no, pero hay que decir que estos textos revelan que san Pablo tiene una visión que supera a la de Aristóteles, y que, más tarde, será una de las novedades filosóficas de los santos Padres. El hombre es un compuesto de cuerpo y alma, un elemento material y otro espiritual, pero afirmar esta dualidad puede hacer que, por reforzar un aspecto se pierda el otro, y así se dieron en la antigüedad (¡y aún en nuestros días!) muchas filosofías que limitaban al hombre a ser puro espíritu (el cuerpo es algo extrínseco, un envase, pero no el hombre) o puro cuerpo (materialismo, siempre de corte ateo o panteísta); Pero el cristianismo hablaba de la novedad del hombre como uno, en su cuerpo y en su alma, pero uno. La visión paulina integraba un tercer elemento al Psoma (cuerpo) y a la psijé (alma) que era el pneuma (espíritu) pero no entendido únicamente como espíritu, sino como aquel principio unificador del hombre, y lo identificaba con el espíritu, pues constituía al hombre un ser con pneuma imagen del Pneuma divino. El espíritu buscaba significar la unidad del cuerpo y el alma en algo superior, que en san Pablo no encuentra otro término filosófico que lo exprese mejor, y que sólo encontraría respuesta en lenguaje filosófico siglos más tarde, cuando santo Tomás descubra el ser (esse) como la perfección primera de los seres, sustento de toda actualidad y perfección; la constitución humana no sólo era su esencia (cuerpo y alma), hay una aún anterior que es la de esencia y ser, el ser es la que da actualidad ontológica a la esencia (naturaleza), el substrato último. En esto san Pablo supera a Aristóteles, y se soluciona el falso problema de la constitución de la naturaleza humana en san Pablo como dualidad o trinidad.

b. La Perfección natural.
San Pablo nunca habla de una perfección puramente natural, sin la ayuda de la gracia, pues sabe que esto es imposible para el hombre caído, pues los hijos de Adán, a causa de la herida dejada por el pecado original en la voluntad, son “incapaces de toda obra buena” (Tt 1,16) Pero esta misma herida es subsanada por la Redención en Cristo, y el hombre puede aspirar a vivir de un modo plenamente humano, dando un trabajo fecundo (Flp 1,22), pero apoyado en Cristo.
Por eso, cuando veamos ahora la perfección natural según san Pablo, no lo haremos pensando como opuesto a lo sobrenatural (contraposición de obras hechas con o sin la gracia de Dios en el alma), sino que lo haremos como contrapuesto a lo accidental (como perfección esencial, de la naturaleza humana, aunque ya redimida por Cristo, opuesto a alguna perfección accidental, que pudiese estar presente o no, sin influir en la naturaleza). Pero este análisis también incluye un aspecto de entender la perfección natural como opuesta a la sobrenatural, en el sentido que nos limitaremos a la perfección moral (y sabemos que la ley moral es natural y cognoscible por la razón natural) y no a la perfección mística o espiritual, en el camino de perfección de índole puramente sobrenatural y de fe.
El primer aspecto que hay que precisar es si san Pablo reconoce la ley moral como cognoscible por la razón (y por tanto su cumplimiento es exigible a todos los seres humanos, aún aquellos que no tienen fe) o solamente la restringe a la moral revelada por Dios, principalmente en el decálogo (y por ello sólo exigible en su cumplimiento a quienes tienen fe). La respuesta de san Pablo es clara: la ley moral se puede conocer por la fe y por la razón, nadie (con o sin fe) está eximido de su cumplimiento. Para quienes tienen fe Dios ha revelado la ley moral en la Escritura, a fin de encontrar en ellas vida eterna (cfr Jn 5,39), por lo que quienes han recibido la Revelación, por ella son juzgados (cfr Rm 2,12). Paralelamente, quienes no tienen la Revelación (para san Pablo el mundo griego gentil) tampoco tienen excusa, pues “lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” (Rm 1,20), así que en la creación se ve reflejada la sabiduría de su Autor. Este es un punto muy importante de la teología paulina, pues es la manifestación de la armonía entre lo natural y sobrenatural, la fe y la razón, la filosofía y la religión, todo con un mismo Origen y Autor, en diversos modos, fines y órdenes, pero en plena armonía y nunca en contradicción. Es lo que santo Tomás afirmará más tarde con toda su doctrina, y precisando aún más, señalando que el orden sobrenatural no sólo no se opone al natural, sino que lo supone, es decir, la gracia se infunde en la naturaleza, no anulándola sino elevándola. Por eso san Pablo ve en la creación visible un reflejo de la Revelación, y con ella el mundo gentil (que no tenía las Escrituras) debía encontrar a Dios, darle culto y llevar las relaciones de amor y respeto al prójimo. Ahora bien, esta doctrina de san Pablo está incompleta sino se dice que ni la Ley (para los judíos) ni sus puras fuerzas naturales (para los griegos) bastaron para justificarlos, pues ambos terminaron cayendo en el pecado (Rm 3,23); la ley moral puede ser conocida (por fe o razón), pero este conocimiento no lleva consigo las fuerzas necesarias para cumplirla; ambos (judíos y griegos) se justificarán, ya no por la Ley ni por las puras fuerzas naturales, sino por la gracia de Cristo; no es el hombre el que se salva a sí mismo, sino que es la “justicia de Dios por la fe en Jesucristo… por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada” (Rm 3, 22.24). La fe por tanto no elimina el valor de la Ley (revelación de la ley moral), sino que la consolida (cfr Rm 3,31), pues Dios nos dio a conocer la ley moral por la Revelación, pese a que hubiésemos podido hacerlo por la sola razón, para que al conocer sus preceptos lo hiciéramos en orden, con claridad y sin mezcla de error; La fe no elimina la revelación, la plenifica, Cristo es la plenitud de la revelación, que no vino a abolir la Ley sino a dar cumplimiento (Mt 5,17).
Lo anterior indica el sujeto de la ley (todo hombre), pero hay que detenerse en el objeto de la ley (sus preceptos). Todo aquel que practica la ley es justo, quien no lo hace es injusto; pero lo único que nos justifica es la fe en Cristo por la gracia, porque sin ella no podemos obrar la justicia, es decir, cumplir la ley. ¿Qué cosa en concreto? La respuesta se atisba cuando san Pablo da la lista de aquellos que no cumplen la ley, es decir, son injustos y no heredarán el Reino de Dios: “¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios” (1Cor 6, 9-11). Esta lista, sin ser exhaustiva, remite necesariamente al Decálogo (Ex 20, 1-17; Dt 5, 6-22), el que, también en su mayoría con fórmulas negativas, da las pautas de conducta necesarias para el cumplimiento de la ley moral natural, según el orden preestablecido por Dios. La moral de san Pablo es la misma que la del Decálogo, pero con dos diferencias: por la gracia de Cristo, ya no sólo se cuenta con el mandato, sino que también Dios da la fuerza para cumplirlo, y, en segundo lugar, han sido renovados en su contenido por la novedad del Evangelio.
Entonces se afirma que la moral paulina contiene el mismo contenido que la moral del Decálogo, pero con la renovación que les dio el mensaje de salvación de Cristo. Veamos esto.
El primer y principal precepto del Decálogo ha sido renovado, pues ya no es sólo amar y adorar a un Dios lejano a quien no se le puede ver el rostro sino sólo la espalda (cfr Ex 33, 18-23), pero Cristo cambia esta realidad, al mostrarnos el rostro de Dios, pues “Él es imagen de Dios invisible” (col 1,15), y Él, en quien “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,9), se nos presenta, no llamándonos siervos, sino amigos (cfr Jn 15,15), en una relación cercana, incluso familiar (cfr Ef 2,19), con relaciones de amor íntimas con el Dios Uno y Trino, de quien no sólo conocemos ya el Misterio de su vida íntima trinitaria, sino que además vivimos y participamos en él (cfr 2Cor 13,13).
Esta relación de amistad por Cristo también renueva los otros dos preceptos siguientes del Decálogo, pues ahora al honrar el Nombre divino sabemos que Cristo, nuestro modelo, es quien recibió el Nombre sobre todo nombre (cfr Flp 2, 5-11). También sabemos que el día del Señor ya no es el día del descanso, sino el día de la actividad de Dios: el día en que Cristo resucitó de entre los muertos; el día en Dios envió su Espíritu a la Iglesia, y el día en que esta misma Iglesia, reunida en su Nombre, se reúne a celebrar la comunión con el Cuerpo y Sangre de Cristo (cfr 1Cor 11,26).
El resto del decálogo también se ve renovado por la acción salvadora de Cristo, en quien “todo me es lícito,” pero sabiendo que “no todo me conviene” (cfr 1Cor 6, 12), y con la conciencia que la vida en Cristo es un llamado a una perfección pues nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo y que ya no nos pertenecemos (cfr 1Cor 6,19).
Tal vez podamos establecer citas de san Pablo para cada uno de los preceptos de la Ley, pero es innecesario, si tomamos en cuenta que él mismo los resume en una máxima muy sencilla: “Tened entre vosotros lo mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2,5), es decir, “Haced todo con amor” (1Cor 16, 14)

c. La Perfección sobrenatural.
El llamado del Maestro: “Si vis perfectus esse…” (Mt 19,21) encuentra su eco en san Pablo, quien invita a los discípulos a “un camino más excelente” (1Cor 12, 31)
El cumplimiento de la ley moral, auxiliado por la gracia, es imperativo para todos; es lo mandado. Pero si el discípulo quiere ir más vivir la vida de Cristo, debe querer aspirar a más, a un nivel óptimo de perfección, que no es obligatorio por la ley, sino imperado por el amor, es lo aconsejado.
¿Cómo se llega a este nivel de perfección? Todos estamos llamados a ser santos y perfectos como Dios (Ef 1,4; 5,1), y no habiendo otra perfección humana posible que la sobrenatural hay que decir que perfección y santidad se identifican. Pero si se pone a Dios como modelo de perfección, entonces hay que recordar que Dios es Amor, por lo que la perfección cristiana consiste en configurar nuestra existencia con la divina, vivir del amor: la perfección de la caridad y el ejercicio de todas las virtudes bajo el imperio de la caridad.
“Dios nos ha elegido en Cristo, antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1,4); este llamado universal a la santidad por el amor, denota dos alcances: uno, es un llamado que alcanza a todos; y, dos, que sólo se consigue por la caridad. Veámoslo punto por punto.
“Dios nos ha elegido en Cristo…” expresa la sobrenaturalidad de la vocación de la perfección, pues la perfección humana sólo se consigue en Cristo y por gracia, de otro modo es imposible. Este llamado es a “santos,” y es un llamado universal, que entra en el plan salvífico de Dios establecido “antes de la fundación del mundo,” y en el que están incluidos judíos y gentiles, pues “nada cuenta ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino la creación nueva,” (Gal 6,15) obrada por la Redención de Cristo.
Pero esta santidad no se da en las obras, las cuales, aunque necesarias pueden ser también arma de doble filo que haga que el corazón se engría. La santidad se da “en el amor.” San Pablo dice que el amor es un camino más excelente (1 Cor 12,31), en donde el cristiano encuentra su perfección, más allá de caminos particulares o de algún carisma especial. Todo el capítulo 13 de la Primera Carta a los Corintios es un himno al modo de vivir de los cristianos que viven según el amor.
Ahora bien, este amor el hombre no consigue por su propio esfuerzo, no es amor humano, es caridad sobrenatural, que se obtiene por gracia. Es Dios mismo que por la gracia santificante eleva la naturaleza humana hasta el punto de hacerla partícipe de la naturaleza divina y capaz de actos sobrenaturales meritorios de la vida eterna. ¡No sólo Dios ha puesto en nosotros la capacidad de amar sobrenaturalmente por la gracia, sino que Él mismo ha venido a habitar en nuestros corazones, siendo él mismo una gracia increada! Esta doble acción de Dios en nosotros (elevar el alma haciéndola capaz de amor sobrenatural e inhabitar el alma del justo) que se produce en un único proceso de santificación, san Pablo lo resume maravillosamente diciendo que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5).
Esta perfección en el amor es lo que llamamos vida mística, es decir, la vida de los dones del Espíritu Santo actuando en nosotros. Aún cuando la espiritualidad progresista intenta centrarse en la acción, abandonando (y hasta denostando) la vida mística, se debe reafirmar la vocación mística de todo bautizado. La vida mística no es una vía extraordinaria con señales maravillosas, en las que ni siquiera habrá que fijarse necesariamente (san Pablo mismo a las propias no les da más importancia que las que tienen, 2Cor 12, 1ss); si la vida mística es la perfección de la caridad sobrenatural, todos están llamados a esta vida, pues el precepto que dice: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Lc 10, 27), es universal. El amor es el camino a la unión mística con quien es el Amor substancial.
La caridad es contemplación amorosa y orante, pero también es búsqueda y lucha cada día. La lucha es contra potencias sobrenaturales y contra nosotros mismos; batallando constantemente, pero sabiendo que Cristo está con nosotros, pues Dios ha derramado su amor por el Espíritu (Rm 5,5). La lucha no nos debe desanimar, antes bien debe llevarnos a la paz y tranquilidad interior, por la esperanza, pues ese luchar por vivir del amor, es ya un vivir de amor.. La perfección, entonces, no está en tener ya la perfección de la caridad, sino en tender hacia ella, pues en esta vida se puede seguir creciendo indefinidamente en el amor.
El amor es la vida de la Iglesia. Nosotros, que somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, experimentamos y realizamos la vida de Cristo en el amor. Este vivir de amor, se realiza desde cada vocación particular. Todos, cada uno en su lugar, nos podemos santificar en el amor y caminar a la perfección mística, que no es otra cosa que la unión amorosa con el Dios Trino que es amor..
Existe un muy hermoso resumen de esta doctrina de perfección en el amor y la vida de fe en la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo; ambas doctrinas claves en la teología de san Pablo. Esta idea, sin la cual no quisiera terminar este apartado sobre la perfección del hombre a la luz de san Pablo, la desarrolló santa Teresita del Niño Jesús, aquella maestra de la infancia espiritual, cuando meditaba sobre sus anhelos de perfección y buscó la respuesta en la Escritura, topándose con los capítulos 12 y 13 de la primera carta de san Pablo a los corintios:

“Como durante la oración mis deseos (de vivir todas las vocaciones) me hacían un verdadero martirio, abrí las cartas de san Pablo a fin de buscar allí alguna respuesta. Di justamente con los capítulos 12 y 13 de la primera carta a los corintios. En el primero leí que todos no pueden ser apóstoles, profetas, doctores, etc., que la Iglesia se compone de diferentes miembros y que el ojo no podría ser mano al mismo tiempo. La respuesta era clara, pero no daba satisfacción a mis deseos, no me daba la paz… Sin desanimarme continué mi lectura y esta frase me alivió: “Ustedes por su parte, aspiren a los dones más perfectos. Y ahora voy a mostrarles un camino más excelente.” Y el apóstol explica cómo todos los dones más perfectos son nada sin el amor; que la caridad es el camino excelente que conduce con seguridad a Dios.
Por fin había hallado reposo, al considerar el Cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo, o más bien, quería reconocerme en todos. La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tiene un cuerpo compuesto de miembros diversos, no le falta el más necesario, el más noble de todos; comprendí que la Iglesia tiene un corazón y que ese corazón está ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor hace obrar a los miembros de la Iglesia, que si el amor llegara a extinguirse los apóstoles no anunciarían ya el evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra: que es eterno.
Entonces, en los transportes de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, Amor mío!, ¡Por fin he hallado mi vocación: mi vocación es el amor!
Sí, he encontrado mi lugar en la Iglesia, y ese lugar tú mismo me lo has dado, Dios mío. En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor, así lo seré todo, así veré realizado mi sueño.”
Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz,
Manuscrito Autobiográfico B
“Historia de un Alma,” Capítulo IX



V. Conclusión: El Hombre según San Pablo.

“El primer hombre, de la tierra, terrestre; el segundo hombre, del cielo. Cual el terrestre, tales también los terrestres; y cual el celeste, tales también los celestes. Y como llevemos la imagen del terrestre, llevaremos también la imagen del celeste” (1Cor 15, 47-49)
San Pablo tiene una visión del hombre que va marcada por el estado en que se halla la humanidad, según la condición en que ha quedado por el pecado o por la gracia. Dos son los estados del ser humano:
El primer hombre es Adán. Este es el primer orden, que rige a todos los nacidos bajo esta ley de pecado (cfr Rm 5,12). Este estado es el de la primera creación, pero no responde a la creación según el plan original de Dios, sino que el hombre en su libertad ha decidido abandonar a Dios y optar por el pecado: Su consecuencia es la muerte (cfr Rm 6,23) introducida al género humano y, por él, a toda la creación. La característica de esta humanidad es que es una raza que se aleja de Dios (cfr Col 1,21) y que no tiene fuerzas para vivir el bien moral; enferma como está, no puede salvarse a sí misma. Clama por un Salvador, pues todos sus hijos están condenados al triste estado del pecado.
El segundo hombre es Cristo. Este el nuevo orden, que rige a todos los renacidos en las fuentes bautismales. Este es el estado de la nueva creación (2Cor 5,17), que responde al plan misericordioso de Dios (cfr Ef 1, 9-10), quien permitió la desobediencia del hombre, para darle bienes abundantes de amor y gracia. No es un estado al que el hombre haya llegado por sí mismo, sino se le ha dado por pura gracia. El Gran Reconciliador de los hombres con Dios, es Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, quien, a diferencia de Adán, no ha sido constituido Cabeza de la humanidad por ser el primero solamente, sino que por su naturaleza divina eterna (cfr Flp 2,6), y por que Él mismo se ha ganado ese derecho, en su abajarse y anonadarse (cfr Flp 2,7), hasta la muerte y muerte de cruz (cfr Flp 2,8), y resurgir glorioso del sepulcro, vivo y triunfante por los siglos (cfr 1Cor 15,20). Esta es la humanidad que clamaba salvación y la ha obtenido, de un Gran Dios (Tt 2,13), nacido de Mujer (Gal 4,4), que es Imagen de Dios Invisible y Primogénito de la Nueva Creación (Col 1,15).
Así como para san Pablo, el primer hombre es imagen de los hombres en su estado caído (cfr 1Cor 15,47); de igual modo, Cristo es la imagen de los que el hombre puede llegar a ser, y de lo que, de hecho, está llamado a ser. Cristo es modelo de la nueva humanidad, pero con una ventaja: Él comunica su Espíritu (cfr Rm 5,5) para que los hombres tengan las fuerzas necesarias para alcanzar esta meta. Y todo esto es por gracia y no por las obras.
Pero esta salvación alcanzará al hombre en su naturaleza íntegra: cuerpo y alma, pero aún más, en sus relaciones con Dios y relaciones mutuas y al cosmos en general. Cristo ha asumido toda la humanidad: cuerpo, alma, historia, amistades, entorno, penas, alegrías, problemas, esperanzas, etcétera. Y todo lo asumido es redimido, por lo que todo lo humano cae bajo la Redención de Cristo, que transforma todo con su poder.
Cada cosa será renovada en su situación particular y a su debido tiempo (cfr 1Cor 15, 22-23). Algunas cosas deberán esperar la manifestación gloriosa de Cristo. El cuerpo y el alma del hombre deberán renovarse cada una según su condición propia, primero el alma (cfr Flp 1,23) y luego el cuerpo (cfr 1Cor 15,52), pero ambos recibirán la gloria de Dios, cuando el hombre completo llegue a la plenitud celeste. De esta gloria ya formamos parte, aunque vemos como en un espejo, en la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, quien es la Cabeza y nosotros sus miembros. La Iglesia es presencia de Cristo en la tierra, pero es, además, el adelanto de lo que será el pueblo de Dios en el cielo, pueblo llamado a congregar a todas las naciones, todas las razas y lenguas, bajo Cristo, quien es puesto por el Padre como Cabeza de todo (cfr Ef 1,10).
Por eso san Pablo, al reflexionar sobre el ser humano, no puede hacerlo sin Cristo, pues en Él el hombre encuentra su verdadera existencia, su razón profunda de ser, pues fuimos creados por Él y para Él. Pero esta referencia a la existencia humana en Cristo no sólo parte de una reflexión puramente teórica que hace san Pablo, sino de la observación de las experiencias diarias que le ha tocado vivir como testigo privilegiado de un momento central de la historia, un conocedor de diversas culturas y pueblos, y un hombre de Dios, constituido en pastor de almas, a quienes debió escuchar y atender en sus múltiples necesidades.
El conocimiento de san Pablo sobre el hombre no se desarrolló en una biblioteca, sino que responde a las vivencias propias, en su contacto con otros hombres, en su trato con Cristo (su Dios y Señor, pero ante todo su mejor amigo) y en su oración meditativa de cada día. San Pablo era un hombre de vasta cultura, sin lugar a dudas, pero es ante todo un esclavo de Jesucristo, llamado a ser apóstol y separado para el Evangelio (Rm 1,1), esta es la dimensión que rige sus escritos y la intención primera de sus acciones y exhortaciones. Por eso el ánimo pastoral mueve sus escritos y reflexiones, y sólo desde él podemos sacar la doctrina paulina, que viene impregnada de una rica experiencia natural y sobrenatural.
Tal es la visión de san Pablo sobre el hombre y sobre lo que debe aspirar a ser el hombre: un espíritu renovado, que es capaz de decir que el amor de Dios a sido derramado en su corazón, por el Espíritu Santo que se le ha dado, (cfr Rm 5,5) de tal forma que “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 6,20).








Nota: el texto original incluye notas al píe y citas del original en griego que no pudieron ser transcritos al blog, por lo que si alguien quiere leer esa versión puede pedirla a lasalvat@gmail.com, asunto: Antropología en San Pablo.

jueves, 7 de abril de 2011

Breve Biografía de Monseñor Marcel Lefebvre

Monseñor Lefebvre es el gran defensor de la fe tradicional en el siglo XX, pero como todo fiel seguidor de Jesucristo, le tocó acompañar a su maestro en medio de las persecuciones y la cruz, pero, aunque le tocó como misionero y delegado apostólico sembrar la fe en tierras extrañas, no es allá donde experimentará las persecuciones, si no en el mismo seno de la Iglesia y de parte de muchos quienes debían acompañarlo en el ministerio de la verdad.

Monseñor Marcel-François Lefebvre nace el 29 de noviembre de 1905, en Tourcoing, poblado ubicado en el norte de Francia, cerca de la frontera con Bélgica. Es el tercero de ocho hermanos, del matrimonio de René, fabricante textil, y Gabrielle, ambos muy piadosos. Los cinco primeros hijos entraron en religión, René y Marcel, con los padres espiritanos, Jeanne, en las religiosas reparadoras, Bernadette, futura fundadora de la hermanas de la Hermandad San Pío X y Christiane con el Carmelo reformado. Además en la familia se cuenta su primo Joseph-Charles Lefèbvre, cardenal obispo de Bourges.

Marcel cursó estudios en el Colegio del Sagrado Corazón de Tourcoing. Ya desde pequeño lo visitó la cruz pues junto a su familia les tocó padecer la invasión alemana de su ciudad durante la Primera Guerra Mundial. Su padre debió huir en 1915 por ayudar a los prisioneros ingleses y franceses a pasar las líneas, por lo que la familia sufrió mucho su ausencia agravada con la escasez de bienes básicos.
Cuando se despertó su vocación, realizó sus estudios de filosofía y teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma; ahí destacó entre sus compañeros por sus cualidades como estudiante destacado y por su talante enérgico y decidido, junto a su profunda piedad, espíritu misionero y amor a la Iglesia. Fue ordenado sacerdote el 21 de septiembre de 1929 por Monseñor Liénart, arzobispo de Lille. Habiendo madurado en él la idea misionera y siguiendo el paso de su hermano, se unió a la Congregación del Espíritu Santo. Tras su noviciado hizo su profesión religiosa el 8 de septiembre de 1932 fue enviado a África, más concretamente a Gabón, donde se desempeñó como misionero en diversos lugares, con una labor impresionante y con gran entrega por la difusión de la fe. En 1939 regresó a Burdeos desde Gabón. Durante el trayecto se declaró la Segunda Guerra Mundial. Al poco de desembarcar fue movilizado y enviado como soldado a África. Apenas pudo despedirse de su padre, a quien no volvería a ver. René Lefebvre moriría heroicamente, tras ser arrestado en abril de 1942 por los nazis, por entregar información a Londres, ayudando así a muchos prisioneros de guerra, sería martirizado por el régimen nazi en el campo de concentración de Sonnenburg.

Fue elevado a la dignidad episcopal por el Papa Pío XII y ordenado por el mismo obispo que lo ordenó sacerdote, Monseñor Achille Liènart, el 18 de setiembre de 1947. Su lema episcopal es un resumen de cómo han entendido el cristianismo los santos y a la vez como lo han transmitido: “Et nos credidimus Caritati” (Y nosotros hemos creído en el Amor). El Papa Pío XII lo nombró obispo de Dakar (1948-1962), elevándolo posteriormente al rango de Arzobispo, y designándolo también Legado Apostólico (Representante del Santo Padre para toda el África francófona). En este cargo desempeñó una hermosa labor misionera en África, entregando el don de la fe a los más necesitados, labor que le valió el sincero cariño de la gente y el reconocimiento de muchos de hermanos en el episcopado mundial. A la muerte de Pío XII, le destinaron sólo como Arzobispo de Dakar dejando el puesto de Legado apostólico. Siguiendo el santo deseo que impulsara Pío XII de la promoción del clero nativo, Monseñor Lefebvre dejó la cátedra de Dakar a su discípulo Hyacinthe Thiandoum y decide volver a su patria, pero este paso le traería incomprensión y sufrimiento, pues los obispos franceses, de fuerte corte progresista, que querían reformas en la Iglesia y estaban imbuidos del espíritu del modernismo, estaban un tanto recelosos de la llegada del Arzobispo misionero, fuerte defensor de la fe tradicional, por lo que exigieron a Juan XXIII que Monseñor Lefebvre no podía pertenecer a la Asamblea de los cardenales y arzobispos franceses (germen de la futura Conferencia de obispos de Francia); Juan XXIII, quiso darle una diócesis en Francia, pero las presiones de los obispos y cardenales franceses lo obligaron a darle una pequeña diócesis, Tulle, en vez de un arzobispado aunque reconociéndole su dignidad de Arzobispo.

En calidad de Superior General de los Padres Espiritanos, fue llamado por Juan XXIII para formar parte de la Comisión Central Preparatoria del Concilio Vaticano II. Durante el Concilio, fundó junto a Monseñor Dom Antonio de Castro-Mayer, obispo de Campos (Brasil), Monseñor Geraldo Proença Sigaud, obispo de Diamantina (Brasil) y Monseñor Carli, obispo de Segni (Italia) el Cœtus Internationalis Patrum, al que adhirieron 450 obispos, con el objeto de defender en el aula conciliar la doctrina y disciplina tradicional de la Iglesia. Esto le valió la oposición y enemistad con los obispos franceses y germanos.

Después de renunciar a su cargo de Superior General de su congregación en 1968 y a iniciativa de un grupo de seminaristas descontentos con la orientación que habían tomado los seminarios a los que concurrían, en particular, el Seminario Francés de Roma, a cargo de los Padres Espiritanos, fundó en 1971 en Friburgo (Suiza), con la autorización del obispo del lugar, Mons. François Charrière, la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. La casa de formación que primero funcionó en la Rue de la Vignettaz fue posteriormente trasladada a Écône (cantón del Vales, Suiza), donde la congregación hasta hoy tiene su principal instituto de formación sacerdotal. Debido a la creciente concurrencia de jóvenes deseosos de recibir una formación tradicional en el sacerdocio, rápidamente se granjeó la enemistad del episcopado francés, que llamaba al Seminario de Écône «seminario salvaje».

La loable labor de formar sacerdotes según la fe tradicional, le traería persecuciones de diversos sectores del episcopado mundial y desde Roma misma. Vencido el término de 5 años, durante el cual la existencia de la congregación es puesta a prueba de acuerdo con las normas canónicas, el sucesor de Mons. Charrière en la sede de Friburgo, Mons. Pierre Mamie, tras recibir una solicitud de Roma, no renovó el permiso para que la misma subsistiera, acto que posteriormente fue refrendado por una comisión de 3 cardenales nombrada por Pablo VI. En ese estado, Mons. Lefebvre interpuso un recurso suspensivo ante el Tribunal de la Signatura Apostólica, pero su presidente, el cardenal Dino Staffa, se negó a darle trámite respondiendo -según parece- a un pedido del Cardenal Jean Marie Villot, entonces Secretario de Estado de Pablo VI. Dado que el recurso suspensivo de supresión estaba pendiente, Mons. Lefebvre consideró que, a falta de pronunciamiento sobre un recurso suspensivo, la medida de suprimir su congregación quedaba pendiente de resolución, y por lo tanto, su congregación continuaría existiendo hasta tanto la Santa Sede no se expidiese sobre el fondo del asunto. Con ese razonamiento, no secundó el pedido que se le hiciera de cerrar el seminario y dispersar a los seminaristas, a los cuales prosiguió formando hasta las puertas del sacerdocio. En 1976 recibió una tan injusta como ilegítima monición canónica para que no procediera a la ordenación de la primera tanda de jóvenes formados en Écône, ante lo cual, debido al estado de necesidad reinante en la Iglesia, tuvo que desoír; esto sirvió a sus perseguidores de excusa para hacer recaer sobre él la suspensión a divinis el 22 de julio de 1976. No obstante Monseñor Lefebvre continuó su labor apostólica y de formación, difundiendo y defendiendo la fe y la liturgia tradicional de la Iglesia.
Eran tiempos en que muchos sacerdotes se extraviaban en doctrinas heréticas e intentaban conciliar el cristianismo con ideologías intrínsecamente opuestas a él; así nació la teología de la liberación y movimientos como Cristianos por el Socialismo. Monseñor Lefebvre siguió predicando la fe católica de siempre; así, el 29 de agosto de 1976, en la celebración de la Misa, advertía: "no se puede dialogar con los masones o con los comunistas, no se dialoga con el diablo!" En esta misma época el clero y los religiosos en general, se secularizaban y relajaban sus costumbres, lo que daría a píe a una gran pérdida de vocaciones en el mundo y escándalos en el clero, algunos de los cuales recién se han ido sabiendo en estos años. En el mundo los seminarios se vaciaban o simplemente se cerraban; por esto, los obispos progresistas veían con malos ojos que el Seminario de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, no obstante las persecuciones y calumnias, tuviera cada vez más vocaciones y mantuviera su ritmo de evangelización. Por esto mismo se redoblarían las persecuciones y las calumnias, acusándolos de integristas, infieles al Papa y de oponerse a los cambios necesarios para el mundo de hoy.

Los diversos episcopados y congregaciones en el mundo, seguían de tumbo en tumbo, con innovaciones litúrgicas y teológicas, pérdida de fieles y secularización de sus instituciones y disciplinas. En Roma se llamó aún más al error y escándalo de los fieles; en 1986, se celebró una reunión ecuménica, en Asís, en donde el Papa se reunió a hacer oración por la paz con líderes de otras religiones (algunos ni siquiera monoteístas), con esto muchos fieles cayeron (hasta hoy) en el error que todas las religiones tienen el mismo dios y el mismo valor salvífico; error que incluye además una afrenta a la Santísima Trinidad, único Dios verdadero, pues se le pone al mismo nivel de dioses tan falsos como inexistentes; lo mismo se aplica a la fe católica, la verdadera fe, puesta al mismo nivel que el error de cismáticos y herejes, e incluso de religiones falsas y otras ni siquiera monoteístas o con una idea trascendente de la divinidad. Este Encuentro de Asís provocó una molestia en los fieles tradicionalistas y muchos de ellos presentaron sus reparos; monseñor Lefebvre, de 80 años ya, se opuso a este encuentro, denunciando la confusión y escándalo que despertaría en los fieles sencillos, lo que le alejó más de los obispos en el mundo y le granjeó una mayor antipatía desde Roma en general y del Papa Wojtyla en particular.

No obstante su espíritu siempre se mantuvo fuerte, Monseñor ve como sus fuerzas físicas decaen y su tiempo en este mundo se acababa, por lo que se le acaba el tiempo para nombrar un sucesor en el episcopado que garantice la continuación de su obra de sostén de la Tradición católica. Tras una serie de reuniones con autoridades romanas, durante cuyo transcurso se le aseguró que el Papa Juan Pablo II no se oponía, en principio, a darle un sucesor, se bosquejó un proyecto de acuerdo. Pero tan pronto como estampó su firma en el documento, el entonces cardenal Ratzinger le envió un subalterno para solicitar de él una carta pidiendo perdón al Papa por lo que había hecho. Ante esta inconcebible petición, que desconocía el acuerdo y llamaba a Monseñor Lefebvre a renegar de su obra a favor de la Tradición, se negó a hacerlo, en el entendimiento que no se puede ni debe pedir perdón por «hacer lo que debe hacerse.» Lefebvre se desdice del acuerdo y poco después, remitiéndose a aquella seguridad que se le había dado de que el Papa no se oponía a darle un sucesor, decide consagrar 4 obispos escogidos de entre miembros de su congregación: los padres Bernard Fellay (suizo), Alfonso de Galarreta (hispano-argentino) , Richard Williamson (inglés, converso del anglicanismo) y Bernard Tissier de Mallerais (francés). El Vaticano le negó el permiso que ya antes había dado para la ordenación, pero monseñor Lefebvre viéndose anciano, con la muerte cercana y ante el estado de necesidad en la Iglesia, decide realizar la consagración episcopal a estos cuatro sacerdotes. Amparados en un punto del nuevo código que prohíbe las consagraciones episcopales sin mandato pontificio (CIC 1382), el papa Juan Pablo II excomulga a Monseñor Lefebvre, al obispo coconsagrante y a los ordenados y presentando el acto como cismático.

Desde ahí el progresismo y el neoconservadurismo de la Iglesia acusaban a Monseñor Lefebvre y a sus seguidores de cismáticos, afirmando que estaban fuera de la Iglesia. No obstante esto, no existía ningún fundamento teológico para hablar de cisma (lo que requiere una intención formal) y el mismo Vaticano aclaró en varias ocasiones que en este caso no se podía hablar de cisma, si no sólo de situación canónica irregular, y que la Fraternidad está dentro de la Iglesia (como en las declaraciones del Card. Darío Castrillón Hoyos, Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero y Presidente de la Comisión Pontificia Ecclesia Dei, en entrevista a la Revista 30 Giorni y al canal 5 de Italia el 13 de noviembre). No se podía hablar de cisma, pues no existía la intención formal de separarse de Roma, antes bien, la posición de Monseñor Lefebvre y de la Fraternidad San Pío X ha sido siempre de obediencia y sujeción al Romano Pontífice en todo lo que es magisterio infalible, aunque resisten las orientaciones pastorales que se han realizado después del Concilio Pastoral Vaticano II, cosa que por sí misma no constituye negación de ningún dogma de fe. El problema entre la Santa Sede y la Fraternidad San Pío X es, por tanto, de materia disciplinar, no dogmática.

Lo esencial en la controversia entre Mons. Lefebvre y el Vaticano son esencialmente cuatro novedades teológicas introducidas por el Concilio Vaticano II y el magisterio posterior: La protestantización del nuevo ritual de la Misa (de hecho el Papa Pablo VI le pidió a pastores protestantes que participaran en su elaboración), el ecumenismo y la libertad religiosa (que desdicen la afirmación de la fe católica como única verdadera) y la colegialidad (que contradice el Primado Petrino definido en el Concilio Vaticano I).

Con todo, las excomuniones a los cuatro obispos ordenados por Mons. Marcel Lefebvre siguieron en píe, así como las persecuciones a Monseñor Lefebvre y a sus seguidores (llamados lefebvristas, nombre que, en adelante, identificaría al movimiento tradicionalista en la Iglesia). Esta situación cambiaría recién el 24 de enero de 2009, 18 años después de la muerte del Arzobispo, cuando el papa Benedicto XVI levantó las excomuniones, además de haber declarado un par de años antes que la Misa Tradicional nunca había abolida y que prohibir su celebración (práctica habitual en todas partes) era ilícito.

Con todo, Monseñor Lefebvre acertó plenamente con las consagraciones, pues asegurarse un sucesor era vital para la permanencia de la Tradición en la Iglesia, pues al Arzobispo misionero le quedaban pocos años de vida. Tras una larga vida, llena de fecundidad apostólica y persecuciones por el anuncio de la verdad, Monseñor Marcel Lefebvre dejó este mundo, el día en que se celebraba la Encarnación del Verbo y el inicio de la Buena Nueva de Salvación, y además en plena Semana Santa, el 25 de marzo de 1991, ambas fechas son significativas de lo que fue la vida de Monseñor, configurado con el ministerio de Cristo en la predicación de la verdad y en la aceptación de la Cruz. Su muerte fue en la ciudad de Martigny, Suiza. Sus restos se encuentran en el Seminario de Écône, con un significativo epitafio tomado de san Pablo, que él mismo pidió se escribiese en su tumba: “Tradidi quod et accepi” (he transmitido lo que recibí).